La situación es crítica. El Ministerio de Salud (Minsa) reportó 24,065 casos de embarazo en menores de 19 años entre enero y agosto de 2025, de los cuales 533 correspondieron a niñas menores de 14 años víctimas de violencia sexual. Esta cifra implica que casi a diario 100 niñas y adolescentes enfrentan un embarazo, y al menos dos de esos casos involucran a niñas.
Estas estadísticas no son simples números: son vidas interrumpidas, proyectos postergados y derechos vulnerados. El tema se complica y muestra números que realmente preocupan en las zonas rurales y amazónicas, pues existen múltiples barreras, geográficas, culturales y económicas, que dificultan el acceso a servicios de salud y educación sexual.
Diversos factores estructurales alimentan esta crisis: el débil acceso a servicios de salud sexual y reproductiva en zonas remotas, la implementación parcial o ineficaz de la Educación Sexual Integral (ESI) en las escuelas, la precariedad económica que amplifica la vulnerabilidad de las menores, y la alta incidencia de violencia sexual con respuestas institucionales insuficientes.
El embarazo forzado o no planificado conlleva consecuencias graves, ya que pone en riesgo la salud física y emocional de las adolescentes, provoca el abandono escolar, restringe sus posibilidades de desarrollo y perpetúa la pobreza generacional. Cuando el Estado no actúa para prevenir, atender o sancionar estos abusos, también incurre en violencia institucional.