América Latina y el Caribe atraviesan una crisis silenciosa que despoja a miles de niñas de su infancia. La región ocupa el segundo lugar a nivel mundial con las tasas más elevadas de partos en menores de 15 años. Según datos difundidos por las Naciones Unidas (ONU), en 2021, 5 de cada 100 niñas se convirtieron en madres, reflejo de un problema estructural que persiste pese a los compromisos internacionales asumidos.
La violencia sexual, junto con el limitado acceso a servicios de salud y educación sexual integral, marcan la vida de miles de niñas. Historias como las de Norma, en Ecuador; Fátima, en Guatemala; y Lucía y Susana, en Nicaragua, exponen un patrón que se repite en distintos países: niñas violentadas, sin acompañamiento médico ni psicológico, obligadas a seguir con embarazos que pudieron evitarse.
Estas niñas, víctimas de agresiones sexuales, fueron forzadas a continuar un embarazo no deseado, truncando sus proyectos de vida, estudios y dejando secuelas profundas en su salud. Las consecuencias son devastadoras: daños físicos y emocionales profundos, discriminación social y un futuro condicionado por decisiones impuestas. En estos casos, los Estados no solo incumplieron con su deber de protegerlas, sino que también reprodujeron estereotipos y prácticas que perpetúan la desigualdad y la violencia de género.
Sin embargo, en medio de esta realidad, también existen avances significativos como los dictámenes internacionales, los cuales reconocen que obligar a una niña a continuar con un embarazo constituye un trato cruel, inhumano y degradante. Este reconocimiento establece una obligación clara para los gobiernos: garantizar el acceso a servicios de salud seguros y legales, educación sexual integral y atención psicológica.